En esta segunda reflexión, también les propongo una pintura sobre lienzo, Hombre en oración, del artista bosnio Safet Zec, quien huyó del asedio de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes en los años 90. El artista retrata a un hombre que, precisamente en la oración, encuentra la luz y la esperanza en la oscuridad.
Esta imagen puede acompañarse de la iconografía bíblica de la curación del sordomudo (Marcos 7,32-37): «Jesús lo llevó aparte, lejos de la multitud, le puso los dedos en los oídos y, con saliva, le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effatá», es decir, «Ábrete»».
El texto bíblico revela que el profundo vínculo entre el amor a Dios y el amor al prójimo también debe entrar en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si está necesitado y sufriendo, lo lleva a dirigirse al Padre, en esa relación fundamental que guía toda su vida. Pero también sucede al revés: la comunión con el Padre, el diálogo constante con Él, empuja a Jesús a estar atento de manera única a las situaciones concretas del hombre, para llevarles el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios nos guía de nuevo al prójimo.
Vicente de Paúl entre el servicio y la oración
Vicente, tocado por la cercanía con los pobres, los miraba con una mirada teológica, es decir, la mirada que Dios ha mostrado tener hacia el pueblo de la alianza, reducido a condiciones miserables en la historia de la salvación: la mirada comprensiva del amor misericordioso, que fue transparentada de manera inequívoca en la mirada con la que Jesús acariciaba a los pecadores, desafortunados y débiles.
Los pobres se convirtieron para Vicente en el punto más sensible de su conciencia, en cuyo contacto su espíritu vibraba. Jean Calvet (un biógrafo suyo) escribe: “Él sentía y creía que realmente, sin metáfora, el mendigo, el harapiento, era su hermano. Si todos los días hacía sentarse a su mesa a dos pobres de la calle y quería servirles él mismo, era porque veía en ellos a Jesucristo, pero antes de todo porque veía en ellos a sus hermanos. Y como eran hermanos desdichados, pensaba que merecían esa mirada particular: los consideraba sus «amos y señores»
Traduciendo con otro lenguaje una de sus exhortaciones en favor de los pobres, podemos escucharlo nuevamente en estas palabras: “Miren a los pobres, obsérvenlos bien. Son rudos, desfigurados por el dolor y el hambre. Sucios. Apenas tienen apariencia humana. Y sin embargo, den vuelta a la moneda y verán en ellos la imagen del Hijo de Dios, quien en su pasión en la cruz asumió ese rostro desfigurado y humillado”
Para Vicente, cada pobre era un rostro cargado de historia. Un rostro que debía ser descifrado y amado con ternura y cordialidad, reconociendo el mismo misterio del Dios que se hizo hombre y compartió el sufrimiento humano.
A este respecto, recuerdo un texto tomado del Reglamento de la Caridad femenina de Montmirail, donde Vicente educa en el servicio y la oración: “Al entrar en la casa de un enfermo lo saludará amablemente, luego, acercándose a la cama con una cara modestamente alegre, lo invitará a comer, le acomodará la almohada, arreglará la manta, pondrá la mesita, el mantel, el plato, la cuchara, limpiará el tazón, servirá la sopa, pondrá la carne en el platillo, hará que el enfermo bendiga la comida y tome la sopa, cortará la carne en trozos pequeños, le ayudará a comer diciéndole alguna palabrita santamente alegre y de consuelo para animarlo, le servirá de beber, lo invitará nuevamente a comer. Finalmente, cuando haya terminado la comida, después de lavar los platos y los cubiertos, doblará el mantel y quitará la mesita, hará que el enfermo diga la oración de agradecimiento y enseguida lo saludará para ir a servir a otro”.