P. Mario Fargues Fargues (1861-1924)

El P. Mario Fargues nació en Castans, Departamento de Aude en Francia, el 27 de septiembre de 1861. Sus padres fueron Noel Fargues y Rose Fargues. Entró en la Congregación de la Misión el 8 de julio de 1881 y fue ordenado sacerdote el 7 de junio de 1885.

El 14 de septiembre de 1903 llega a Chile, proveniente de Francia y es nombrado superior de la Casa de Santiago (Casa Central de Alameda). El 6 de agosto anterior había sido nombrado, además, director de la Provincia de Chile de las Hijas de la Caridad.

El 5 de diciembre de 1904 es nombrado visitador de la Provincia del Pacífico de la Congregación de la Misión, presente en Chile y en el Perú, sucesora de la Provincia de Chile y Perú, que había sido creada en 1862.

Falleció en el Hospital El Salvador de Santiago, el 1 de julio de 1924, después de una enfermedad de varios meses. Según las actas del Consejo Provincial, el P. Fargues preside por última vez una reunión del mismo el 10 de febrero de 1924.

«El Visitador y superior de la Casa de Santiago, Señor Fargues ha entregado su bella alma a Dios, el el Hospital del Salvador, en la mañana del 1 de julio, después de haber edificado a los cohermanos y a las Hermanas por su paciencia y su piedad inalterables. Las exequias solemnes tuvieron lugar el 3 de julio en nuestra iglesia de San Vicente, con la asistencia de un buen número, en particular, de miembros del clero…» (Actas del Consejo provincial del 1 de noviembre de 1924)

Carta de M. Mario Fargues, sacerdote de la Misión, visitadora M. Fiat, Superior General

Viña del Mar, 1 de abril de 1906

Una enfermedad de algunas semanas me ha dado la oportunidad de pasar quince días de convalecencia en la preciosa y pequeña ciudad de Viña del Mar, situada a tres kilómetros al noreste de Valparaíso y llamada por el orgullo nacional “el Versalles” de Chile. He aprovechado estas dos semanas de reposo y de tranquilidad para hacer mi retiro anual y examinar delante del buen Dios si los hijos de San Vicente establecidos en Chile responden a su misión providencial. Naturalmente, la casa de Santiago, de la que tengo la dirección, ha ocupado la mayor parte de mis reflexiones y preocupaciones. Una nueva obra ha atraído sobre todo mi atención; me gustaría crearla y por eso se lo comunico, solicitando para ella sus paternales bendiciones.

Lo que nos llamó la atención, a los cohermanos y a mí, apenas llegando a Chile, o mejor dicho, a Santiago, es el estado de miseria física y moral en el que vive la clase obrera, la clase los “rotos”, como se les llama aquí. Es dentro de esta clase que, igual que en su entorno endémico, se mantiene esta doble plaga que aqueja a Chile desde hace tantos años “la embriaguez” y “el asesinato”, a pesar de todos los esfuerzos hechos por el gobierno por hacerlos desaparecer, mediante la sanción de sus leyes y la fuerza brutal de su policía. Más aún, es en esta clase donde la Revolución encontrará fanáticos agitadores y terribles asesinos; los sangrientos días de noviembre pasado dieron amplia prueba de ello.

Trabajar para mejorar, con la ayuda de la religión y con otros medios, el triste estado de la clase obrera, debería ser el objetivo de los esfuerzos de nuestros misioneros. Ellos no han fallado en su tarea. La obra de las misiones, a la que se han consagrado exclusivamente seis de los cohermanos, no ha podido dar sino buenos resultados con los pobres del campo y con los concentrados e los hospitales de las ciudades. Evidentemente, estos buenos resultados aumentarán sensiblemente cuando se pueda aumentar el número de los misioneros.

A la espera de ese día, yo quisiera probar, al menos en Santiago, de poner remedio a la doble plaga que aflige a la clase de los “rotos”, y esto atacando la raíz de este mal, a través de la obra de caridad, mencionada más arriba, cuya naturaleza es la siguiente.

Aquí, en Santiago, más que en ningún otro lugar, pululan por las calles y paseos, niños pobres de entre seis y doce años, adolescentes de doce a veinte años, totalmente abandonados a sus caprichos, entregados a toda clase de vicios y desprovistos de toda instrucción religiosa. La mayoría pasa el día vendiendo periódicos y otras publicaciones. Sus harapos contrastan singularmente con elegancia de los “caballeros” que ellos persiguen con gestos y gritos para venderles los diversos impresos que llevan consigo. Sin instrucción, sin educación y con la propensión precoz hacia todos los vicios, podemos adivinar qué será de estos pobres niños y adolescentes, en el futuro.

Acudir en ayuda de la angustia física y sobre todo moral de estos jóvenes abandonados, para los hijos de San Vicente es muy natural desearlo, soñarlo. Estos deseos y estos sueños, sólo los hemos podido acariciar y madurar durante los dos años y medio que llevamos en Santiago. Mientras tanto teníamos que pensar en lo más urgente, que era restaurar y ampliar nuestra casa, constituir la obra de las misiones, fundar la escuela apostólica, establecer el culto en nuestra capilla, organizar el servicio de las obras de nuestras Hermanas, establecer el seminario interno, acceder a la solicitud de hacernos cargo de la obra de la Propagación de la fe en Chile.

Ahora que las obras mencionadas marchan regularmente, parece que la hora de la Providencia ha sonado para que emprendamos la obra de los “va-nu-pieds” (los descalzos) de Santiago. Los hijos de los ricos o de la clase alta encontrarán fácilmente quien les ayude; los que acabo de mencionar, serán nuestro lote… ad salutem pauperum; aquí estamos plenamente en nuestra vocación.

¿En qué medida y de qué manera podremos socorrer corporal y espiritualmente a estos niños?  Eso es un asunto que habrá que madurar y debatir en el consejo. Lo haremos progresivamente.

Y ahora, yo esperaré, antes de hacer nada, su respuesta, de manera que la obediencia presida todas nuestras empresas. Su aprobación alegrará el corazón de todos mis cohermanos, porque todos sienten simpatía por la obra que acabo de exponerle.

Mario Fargues