La Iglesia, la Vida Consagrada, la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad, hablan últimamente de re­encantarse, refundar, renovar, revitalizar. Las palabras importan menos que la realidad, todo esto indica una gran verdad: que no esta­mos satisfechos con la vida que vamos llevando o con lo que estamos haciendo o experimentamos que algo pasa a nuestro alrededor o den­tro de nosotros mismos. Quizá hemos obtenido muchos logros en lo pastoral, en lo académico, en la vida apostólica y misionera, pero quizá no hemos alcanzado una «Eficacia Evangélica»en lo que somos y hacemos.A lo largo de estos años hemos ido revisando nuestras vidas, nuestra vocación, nuestras obras; reforzando la vida fraterna, reorga­nizando los ministerios, emprendiendo tareas nuevas, enfrentando las crisis, los desafíos, las debilidades y lanzándonos a tomar com­promisos, ya sea frente al mundo, frente a la Iglesia y a las exigencias propias de nuestra vocación vicentina. Quizá ha llegado la hora de «buscar lo único necesario». Quizá ha llegado la hora de centrar la atención en un objetivo más primordial: Buscar la «CALIDAD DE VIDA» PERSONAL, COMUNITARIA Y MISIONERA. Esto es un ideal legítimo, necesario y obligado en nuestra vocación. Una buena calidad de vida se manifestará en una buena calidad de vida misionera, en una buena calidad de vida fra­terna, en definitiva una vida vocacional más entusiasta, más feliz, es sentir el gusto por el ser y el hacer que envuelve toda vida vocacional, todo seguimiento de Jesucristo evangelizador de los pobres.

Buscar la Calidad de Vida. ¿Un signo de los tiempos?

Nosotros hablamos de la «calidad de vida», porque éste es una ideal irrenunciable del gran don que hemos recibido de Dios. Es un ideal que según algunos se ha vuelto obsesivo en casi todos los ámbi­tos de esta sociedad, todo se juzga y se relaciona bajo la óptica y el ideal de la calidad de vida: el nacimiento y la muerte, la salud y la enfermedad, el trabajo y el descanso, el tiempo laboral y el tiempo vacacional, profesionales de la psicología, de la medicina, de las die­tas, del comercio, del gimnasio dedican sin cesar del ideal de la cali­dad de vida. La calidad de vida es un ideal rentable porque se ha convertido en una verdadera obsesión para el hombre y la mujer de estos tiempos, en torno a él se genera numerosas necesidades.

En otra mirada distinta, un mirar ad intra, hacia nosotros mis­mos como misioneros, y estando atento a los signos de los tiempos como nos lo piden nuestras constituciones en su primera parte al hablar de la vocación, estamos llamados para ver estos signos de los tiempos en nuestra vida, no sólo en orden al trabajo y a la evangeli­zación, sino sobretodo para la vivencia de nuestra Vocación, hemos de dejarnos interpelar por esta fuerte llamada, sobre la calidad de la vida que llevamos y de la vida que donamos a los pobres.

¿Qué se entiende por calidad de vida?

La calidad de vida es, en primer lugar, el buen funcionamiento de las facultades humanas, sean psíquicas, corporales, morales, sociales. Cuando el ser humano funciona bien, alcanzamos un nivel de bienestar que redunda en calidad de vida. Una vida con calidad es una vida intensa, que no se vive a medias, es poner toda el alma en lo que hacemos, en este sentido, la calidad de vida se identifica con la riqueza de las relaciones, con la vivencia afectiva, con la capacidad de amar y ser amados.

Es llevar una vida intensa, que se desarrolla sin dejar pasar oca­siones a medias, es volver a elegir vivir la vida, sobretodo si nos hemos dejado llevar por la rutina, si se nos ha desdibujado la vida en sus perfiles. Si no estamos contentos con la vida, ganar calidad o mejorar la calidad de la vida, significará renovarla, será un reforzar nuestras convicciones, nuestras opciones de vida, logrando así una armonía corporal, mental, anímica y espiritual que nos llevara a una plenitud de una vida feliz, y por ende a una entrega vocacional más feliz y más plena.

¿Cuál es nuestra calidad de vida?

Hemos estado demasiado preocupados de las reformas y renova­ción de las obras, de los ministerios; preocupados por los retos, los desafíos, los nuevos y los viejos compromisos en nuestra vida misio­nera, preocupados en un cierto activismo desenfrenado, en una rutina y estructura de vida que nos va ahogando, gastando, haciendo perder el gusto por la vida, por la alegría y el gozo de nuestra voca­ción. De hecho, es justo y necesario que nos hagamos sinceramente esta pregunta: ¿Cuál es nuestra calidad de vida? No sea que tantos afanes, tantos trabajos, tanta estructura y tanto «que hacer» nos haga olvidar vivir y quien no vive generalmente lo reflejará en su vida y en su entorno, reflejándolo en una especie de amargura, tristeza, desgano o acedía. En definitiva vivir con calidad: Es el primer derecho y la primera obligación de todo ser humano.

Nosotros, como vicentinos, sabemos que los pobres no sólo desean oír bellas palabras y recibir muchas obras a favor de ellos. Nuestros «amos y señores», como los llamaba nuestro fundador, desean encontrar en nosotros algo más. Ellos desean ver signos creíbles, que demos testimonio del Evangelio, que seamos rostros veraces de amor y de alegría, ser signos de una esperanza viva, especialmente en este mundo desesperanzador. Podemos decir que los pobres no sólo necesitan pan y techo, sino también esperanza y alegría. En definitiva, ellos creerán más por lo que vean en nuestros rostros, que por lo que escuchen con sus oídos, San Vicente nos dirá: «Los rostros son signos de la disposición del corazón, ya que ordinariamente dan testimonio de lo que hay dentro…».1 «… publicar las verdades y las máximas del Evangelio de Jesucristo, no con las palabras, sino con la conformidad de vida con Jesucristo, y dar testimonio».2

La Calidad de nuestra Vida Vocacional

Nuestra vida misionera debería redundar en alegría, optimismo y entusiasmo, pero lo cierto es que hoy la vida consagrada y misionera anda escasa en alegría y en gozo, y por ende anda escasa en atractivo y en capacidad de convocatoria, no sólo para quienes desean ingresar a nuestra Familia Vicentina, sino que incluso afecta a quienes ya están en ella, haciendo un esfuerzo constante muchas veces para reencantarse con la amada vocación misionera vicentina.

La falta de calidad de vida da lugar a la acedía, una especie de tristeza profunda incrustada en el alma, que lleva consigo un echarse a morir en la rutina, en la vida mecánica, monótona. Y esto muchas veces sucede cuando esta vida se ha quedado sin sentido, sin sabor y sin objetivos, cuando se ha perdido la calidad y no se vive, sino que se sobrevive; quizás vivos por fuera, pero muertos por dentro, como una especie de muertos en vida, transformándonos como decía nuestro fundador en esqueletos de misioneros, los que fuimos llamados para dar vida, generar y anunciar la vida a los pobres, nos transformamos en «cadáveres de misioneros» y no verdaderos misioneros.3

No se trata de preguntarnos cómo misionar o evangelizar sino cómo vivimos la vida y la vocación. Se trata de saber vivir con sentido y sabor. Últimamente se insiste mucho sobre la crisis de vocaciones y a pesar de ella, nos tranquilizamos porque — decimos — todos pasan por lo mismo Pero el hecho es que no hay vocaciones. Hay una crisis de reducción de «cantidad». Y nos duele leer las estadísticas de la Congregación, en las que se refleja una disminución de ingresos nuevos, pero también la situación de «muchos misioneros en situación especial». En definitiva hay en la Iglesia y por ende en nosotros también, una «crisis de cantidad o vocaciones», pero hay también otra crisis que no nos atrevemos a enfrentar, una que puede ser tan terrible como la crisis de cantidad, es la «crisis de la calidad». Hay una «reducción cualitativa». ¿Qué testimonio damos en la Iglesia, en el mundo sin esta calidad de vida, arrojada en la tristeza y la depresión?, ¿Qué calidad de amor gozoso damos a los pobres, o a nuestros cohermanos?

Es muy probable que nosotros mismos seamos los causantes de nuestros propios malestares, de nuestra escasa calidad de vida. Todos somos responsables de la calidad de vida de todos, pero el primer responsable de cuidar la propia calidad de vida humana y evangélica es el propio sujeto, él es el más interesado y el primer beneficiado, por eso cada misionero deberá cuidar hoy su propia calidad de vida.

Tenemos que saber diferenciar entre la calidad de vida en la sociedad de bienestar y la calidad de vida en clave evangélica. Esta última obviamente es la nuestra, es buscar el cultivo del sentido de vida. El ideal final de la calidad de vida evangélica es la felicidad, la bienaventuranza integral, es buscar el sentido de la vocación, y significa también vivir esta vida con sentido y con sabor, sin estar obsesivamente pendientes del reconocimiento social y de los logros apostólicos, académicos o pastorales.

Para vivir con calidad tenemos que vivir en la experiencia teologal, experiencia de FE, ESTA ES LA VERDADERA FUENTE de vida que da SENTIDO, da FIRMEZA, da SABOR. No se trata tanto de de ser más piadosos o fervorosos, sino de ser más creyentes, de afianzar en nuestros corazones el proyecto de vida del Evangelio. Se trata de vivir en la verdad profunda del Evangelio, en el AMOR y el GOZO.

Nuestros rostros, nuestros corazones y nuestras vidas han perdido ese gozo, esa alegría, ese sentido de vida. Nos refugiamos no en el Señor y en su gozo y en su amor, sino en el trabajo, en la actividad, en el horario, en nuestra habitación, en nuestro hacer mecánico de todos los días, esperando las vacaciones. Estamos llamados a recuperar esta calidad de vida interior y exterior, una calidad de vida que debe ayudarnos a vivir mejor nuestra vocación, nuestra vida fraterna y nuestra vida misionera. A lo que aspiramos es a la calidad de vida evangélica, aquella que nos pone en la calidad de humanidad que Dios quiere para nosotros.

Y añadiendo algo más, hemos de recordar siempre que «la Vocación es más que una profesión». Somos continuamente llamados al Seguimiento de Jesucristo Evangelizador de los pobres. No somos simples funcionarios eclesiásticos para los pobres. Por eso hay una diferencia entre la calidad de vida medida desde la exigencia profesional y la calidad de vida medida desde la vocación.

En nuestro ser vicentinos, la calidad de vida debería estar relacionada más con la fidelidad vocacional que con los éxitos profesionales, aunque hay que decir que este servicio profesional o competencia profesional no se contrapone con la vocación, pero tampoco se puede correr el riesgo de pretender sustituirla o que nos lleve a confundir ambas cosas. Todo esto nos debe llevar a una revisión de nuestra vida vocacional, ya que todo parece, externamente, funcionar bien, todo está renovado, revisado, y actualizado. Nosotros y la institución funcionamos bien, pero al mirar al corazón nos damos cuenta de que se debilita el sentido, el sabor, el gusto, el celo. En definitiva no sentimos crecer la calidad de vida, sino que hemos perdido el gusto por la novedad y fidelidad en el seguimiento de Cristo.

La calidad de nuestra Vida Fraterna

La comunidad no sólo es un rasgo propio de la congregación y su forma ordinaria de vivir,4 es también un factor determinante en la calidad de vida de los misioneros, ya sea a nivel humano y evangélico. Para tener calidad de vida necesitamos una comunidad sana y saludable, una convivencia de amigos que se quieren bien, una comunicación que nos libre de nuestras soledades o individualismo, una comunidad que testimonie el amor a los pobres.

Hay que reconocer humildemente que muchos de nuestros problemas, dudas y crisis, nos vienen a causa de una mala calidad de vida fraterna. Nos olvidamos del llamado de nuestras Constituciones a «renovación continua»5 de la vida comunitaria. A veces ésta se estanca, de manera que no lleguemos a ser un «signo de novedad de la vida evangélica»6 para el mundo, y especialmente para los pobres, nuestros amos y señores.

No podemos esperar que la calidad de vida comunitaria se arre­gle por un decreto, o por la visita de un superior y sentarnos esperar pasivamente con los brazos cruzados una mayor calidad de vida fra­terna, que algún día llegará. Cuando se destruye la vida comunitaria, nos estamos destruyendo a nosotros mismos, a nuestra vocación vicentina, porque hemos sido llamados por el Señor a vivir en comu­nidad, para realizar este ideal vicentino, Seguir a Jesucristo Evange­lizador de los pobres: para realizar este fin necesitamos no sólo la predicación de la palabra, sino sobre todo con el testimonio de nues­tro amor.

Tenemos que trabajar solidariamente por mejorar nuestra cali­dad de vida fraterna. A pesar de nuestras fragilidades, limitaciones, infidelidades o fracasos, hemos de luchar con todas nuestras fuerzas para reconstruir y levantar la vida fraterna que es una de las bases fundamentales de nuestra vocación.

Junto con el trabajo y el esfuerzo humano, donde hemos de ejer­citar la compasión, el perdón, la reconciliación, la tolerancia, la edu­cación, el diálogo, la corrección fraterna, debemos también tener en cuenta la fuerza espiritual, la dimensión teologal, pedirle al Señor esta gracia de vivir como amigos que se quieren bien. Como nos lo indica muy bien nuestro fundador, orar frecuentemente para poder lograr esta mejor calidad fraterna, que no es otra cosa que mejorar la calidad de nuestro amor fraterno, no sólo irradiando amor hacia fuera, hacia los pobres, sino también hacia dentro, hacia nuestra familia:

«Os ruego, padres, que se lo pidáis frecuentemente a Dios y querecéis mutuamente unos por otros, para que los misioneros se amen siempre entre sí. Consolémonos de que así ocurra al pre­sente y pidamos a Dios que no permita que abandonemos alguna vez esta práctica del amor fraterno».7

No se trata de reducir esta invitación a la oración personal o a la oración comunitaria, la cual generalmente la reducimos a la recita­ción de los salmos y la oración en comunidad. Es mucho más que eso, mucho más que recitar. Tampoco se trata de conversar temas «espirituales o místicos». Es una invitación mucho más profunda y exigente la que nos muestra San Vicente. Se trata de cultivar esta dimensión teologal de la comunidad, esta dimensión de fe, que es requisito fundamental e imprescindible para la calidad de vida comu­nitaria y para la calidad de vida vocacional de cada misionero. Cuan­do falta el sustrato teologal es muy difícil mantener una buena cali­dad de vida evangélica, por más que nos esforcemos con dinámicas de grupo, técnicas de comunicación, cursillos y jornadas sobre el tema comunitario. Si falta esta base teologal, falta lo esencial.

La comunidad misionera que se consagra para toda la vida a la misión, debe mantener las condiciones propicias para tener una buena calidad de vida evangélica y una dimensión teológica viva. Y la clave de todo esto, el paso decisivo, es el amor en nuestras relaciones fraternas. Como lo dice nuestro padre San Vicente, es la práctica del amor fraterno. Ese amor es lo que necesitamos para vivir con sentido y sabor, para vivir plenos, para vivir con calidad de vida. No podemos considerar convivencia evangélica el cumplir los horarios o ciertos pactos de no agresión, ni tampoco porque nadie molesta a nadie, porque están fuera y si están dentro es porque están cada uno encerrado en sus habitaciones, llevándonos posiblemente a un aislamiento. Esa convivencia fraterna sería un mínimo, una pobreza fraternal, nunca un ideal. Eso no ayudaría a una buena calidad de vida fraterna.

La clave de la base teologal de nuestra vida comunitaria lo manifiestan muestras Constituciones con toda precisión. Ellas nos invitan a tener como fundamento y principio de nuestra vida fraterna a la Santísima Trinidad. Ella «es principio supremo de acción y vida»,8 dándonos luces para que sea «solamente Ella nuestro sustento teologal». Sin este fundamento firme y sin el deseo de una renovación continua de la vida fraterna, vendrá el viento, la tormenta y nuestra casa comunitaria, nuestra vida fraterna, sostenida sólo por lo humano, por los esquemas y horarios, se puede venir abajo.

La Calidad de nuestra Vida Misionera

Nuestras Constituciones declaran en forma bella lo que somos «la misión de evangelizar constituye su gracia y vocación propia y expresa su verdadera naturaleza».9

La misión forma parte esencial de nuestra vocación vicentina. Nuestra vida sin misión es una vida vacía, triste e infeliz y por tanto, carecería de sentido, llevándonos a la depresión, porque para un misionero una vida sin la misión cumplida sería una vida fracasada. Nuestro Padre San Vicente nos decía que la entrega a la misión era nuestra felicidad, nuestra dicha: «¡Qué dicha ser misionero! ¡Qué feliz me siento al ser uno de ellos!».10 Cuando nuestro ser misionero o cuando nuestra misión se debilita, también la calidad de vida de sus miembros se debilita y muere.

Uno de los problemas más serio en nuestra vida misionera y que afecta la calidad de nuestra vida es confundir nuestra vida misionera con la multiplicación de compromisos, tareas, y actividades profesionales y apostólicas, lo que llamamos «el activismo», a veces pretendemos medir nuestro trabajo, nuestro apostolado por el exceso de actividades, o por el éxito y la eficacia profesional o por el reconocimiento y los aplausos de los demás.

Otra idea que es clave para lograr esta calidad de vida vocacional y misionera es tener la valentía, la audacia y la sabiduría de reorganizar nuestros ministerios. San Vicente nos dirá que en nuestro trabajo misionero es necesario ser y saber reorganizar nuestro tiempo en un servicio al pobre en que se distinga la prudencia, especialmente en nuestro celo apostólico; que éste sea prudente.11 Que nuestros compromisos pastorales siempre tengan presente nuestra realidad, las posibilidades reales al enfrentar nuestro apostolado. Sin esto podemos tal vez llevar a los cohermanos a un cansancio, a un agotamiento y quizás hasta un hastío total, llegándose a cansar de todo y de todos.

El exceso de actividades y tantos asuntos de los que muchas veces nos llenamos y también buscamos, pueden llevarnos a un celo desmedido, a un «activismo» a una vida llena de muchas cosas, pero al final vacía, a ser «trabajólicos», lo que no siempre significa ser «buen misionero». Ese celo indiscreto o excesivo no siempre está respaldado por auténticas motivaciones evangélicas y si falta esa motivación difícilmente el trabajo apostólico podrá contribuir a mejorar la calidad de vida.

En algunos casos el excesivo activismo puede ser una fuga de algo, una huída de si mismo, de la propia interioridad o bien un escape de la comunidad: es así como a veces vivimos la experiencia de ser «luz en la calle y oscuridad en la casa». Además, el exceso de asuntos por hacer nos puede llevar a un quiebre en nuestra vida espiritual o en nuestras relaciones comunitarias e incluso a un quiebre en nuestro mismo trabajo misionero, debilitado en su calidad. Ya nuestro buen padre Vicente nos advertía sobre el mal que podía causar en nuestra vocación el «celo indiscreto»:

«Todos, asimismo, se guardarán de otros dos vicios, no menos contrarios al Instituto de la Misión, que opuestos entre si, y tanto más perniciosos, cuanto menos lo parecen, llegando a transfigurarse de tal modo que muchas veces se los toma por verdaderas virtudes; estos dos vicios son: la pereza y el celo indiscreto… El celo indiscreto, por el contrario ocultando el amor propio o nuestra indignación, nos impele a un rigor exagerado contra los pecados y contra nosotros mismos, o a emprender trabajos superiores a nuestras fuerzas o no aproba­dos por la obediencia, aunque en ellos perdamos la salud del cuerpo y la del alma…».12

Siempre es saludable dialogar con el Señor, dialogar en comuni­dad y discernir cuáles son las motivaciones profundas de mi entrega misionera, si las motivaciones son erradas o no, si sufro de celo indiscreto o la tentación del protagonismo o sufro de una obsesión compulsiva por el éxito personal, todo lo cual se convierte a veces en un atentado directo a la calidad de vida en nuestra vocación misio­nera. Por este motivo, calidad de vida humana y evangélica necesitan de fuertes momentos de oración y ejercitación espiritual, para que el trabajo apostólico no se vacíe de la dimensión teologal. A eso se refe­rían los antiguos monjes del desierto cuando hablaban «de entrar en la propia celda». También San Vicente nos invitaba a «ser apóstoles en la campiña, y cartujos en casa»… Una vida con calidad implica un cierto sosiego interior, una capacidad elemental de estar centrados, un cierto disfrutar del ser, de la vida, de mi identidad, de los acontecimien­tos esenciales. En otras palabras, es recuperar la capacidad de convi­vir con nosotros mismos. Si no lo hacemos, estamos deteriorando nuestra vida y nuestro entorno. Podemos tener quizás silencio, pero vacío y estar incomunicados con nosotros mismos, con Dios y con los otros. Esa enfermedad nos puede llevar a la depresión, al sin sentido, al sinsabor en la vida. En resumen, si nos falta esta dimensión orante y contemplativa, esta capacidad de interiorización, de ser cartujos en casa, la capacidad de vivir con nosotros mismos, con nuestra verdad y realidad, no podremos alcanzar esta calidad de vida misionera tan necesaria.

La tarea está en nuestras manos

Es necesario esforzarnos cada vez más por alcanzar esta calidad de vida en la Congregación de la Misión y para conseguir esto, nece­sitamos la colaboración de todos los miembros que la conforman Esto no es asunto sólo de los superiores que son los que deben ani­mar a la comunidad y cuidar su calidad de vida y por ende de la calidad de vida de cada uno de sus miembros. Esto es también tarea de cada uno de los misioneros. Nadie es ajeno a esta misión, todos son necesarios para trabajar en construir comunidades nuevas, mi­sioneros nuevos. Todos nos debemos sentir responsable de los otros.

Pero el sujeto principal de esta tarea es cada misionero. Cada uno de nosotros debe sentirse responsable de mejorar su calidad de vida vocacional. En lenguaje de san Vicente, cuando le escribe al superior en Sedan, en 1644, hablando de «trabajar en la propia per­fección de la vocación»: «He aquí, padre, lo que se refiere a su voca­ción y en lo que únicamente tiene usted que trabajar: primero en su propia perfección; y segundo en la de su comunidad».13

Las Reglas Comunes y nuestras actuales Constituciones, en sus primeros artículos, nos llaman a la «propia perfección de la vocación», porque no habrá un trabajo misionero verdadero en la nueva evan­gelización de la Iglesia, si nosotros no somos nuevos, hombres nue­vos, misioneros nuevos. Si no somos capaces de mejorar la calidad de vida de nuestra vocación, de nuestra vida fraterna y de nuestra vida misionera. Eso será el buscar la perfección en nuestra vocación.

Una vida misionera estática, mecánica, insípida, carente de ilu­sión, de alegría y dinamismo, no puede ayudar a que seamos evan­gelizadores eficaces de los pobres. Esa es la llamada de nuestro fundador cuando nos habla de ir al servicio de los pobres, pero ir con un amor siempre nuevo, siempre renovado. No sólo un amor grande en cantidad, sino también grande en calidad: «Así pues, hermanos míos, vayamos y ocupémonos con un amor nuevo en el servicio de los pobres…«14

Este amor nuevo, esta vocación renovada y de mayor calidad, tanto en el ser como en el hacer, no es una utopía. Se puede hacer realidad, si nosotros somos capaces de comprometernos en vivir nuestras Constituciones y Estatutos, las que San Vicente nos exhor­taba a amar, estudiarlas y cumplirlas, porque son ellas las que nos dan las luces necesarias para ir por el camino de un amor nuevo y renovado hacia los pobres. Ellas nos señalan el camino por donde hemos de ir y cómo hemos de ir. Es en ellas donde encontramos los fundamentos, la disciplina, el equilibrio de nuestra vocación, para ser realmente contemplativos en la acción. Para tener una mejor calidad de vida vocacional, fraterna y misionera y ser servidores eficaces de la Buena Nueva, anunciada a los pobres.

Este amor nuevo, esta calidad de vida vocacional renovada, será una realidad en nuestras vidas, cuando nos atrevamos a proyectarla en compromisos claros, audaces y creativos, ubicándolos en aquellos lugares oportunos, que evitarán que las palabras se las lleve el viento. Por eso es en nuestras Normas Provinciales, en la Ratio Formationis, en los Proyectos de Formación Permanente, en los Proyectos Provin­ciales, pero especialmente en el proyecto de cada comunidad local, buscaremos tomar compromisos que generen vida verdadera, una mejor calidad de vida para cada uno de sus miembros, comprome­tiéndonos en horarios saludables, equilibrando el tiempo para orar y trabajar, tiempos de Marta y tiempos de María, tiempos para descansar y para recreación, respetando los tiempos personales y comunitarios, tratando de que nuestras comunidades sean una casa familiar y no una oficina o bodega, evitando así buscar casas por fuera, o refugiarnos en nuestro cuarto. Que la cultura de la mesa, de las comidas, no sea una instancia sólo para saciarse, sino que también sea un tiempo para encontrarse con los hermanos y compartir la vida, la misión. En fin, se trata de buscar entre todos muchos elementos más. En definitiva, se trata de buscar en forma personal y en comunidad una vida de mayor calidad, para «tener un régimen de vida sano» y dar a los pobres un amor nuevo y renovado.

Este amor nuevo y renovado, esta mejor calidad de vida vocacional vicenciana, será posible si se vive en profundidad y radicalidad nuestro seguimiento de Jesucristo, servidor de los pobres. Si perdemos la fuerza, el entusiasmo y la ilusión de este seguimiento, nuestra vocación disminuirá en calidad. Esta llamada a la calidad de la vida misionera nos invita a viajar al centro de nosotros, al lugar de las decisiones, porque no podemos crecer o mejorar sin un proceso claro de conversión del corazón, que pasa por reconocer nuestras propias crisis, un deseo de una profunda transformación del corazón, evangelizarnos a nosotros mismos para que renazca un misionero nuevo. Eso sólo lo lograremos en la medida que nos abramos al Espíritu de Dios, convirtiéndonos en «misioneros vivos» y dejando de ser «cadáveres de misioneros». 

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  1. ES IX, 892.
  2. ES XI, 100.
  3. ES XI, 711: «Los sacerdotes de la Misión, que antes habían dado la vida a los muertos ya no tendrían más que el nombre y el recuerdo de lo que han sido; no serán más que cadáveres y no verdaderos misioneros; serán esqueletos de San Lázaro y no Lázaros resucitados, y mucho menos hombres que resucitan a los muertos…».
  4. Cf. CC, art. 2 1.
  5. Cf. CC, art. 19.
  6. Cf. CC, art. 24.
  7. ES XI, 557.
  8. CC, art. 20.
  9. CC, art. 10.
  10. ES II, 279.
  11. ES IX, 1187.
  12. RC, art. 11.
  13. ES II, 378.
  14. ES XI, 273.

P. Fernando Macías Fernández, C.M.

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