Historia:
El 6 de enero de 1802, Juan Gabriel Perboyre nació en Puech, Francia. Desde niño, en su corazón reinó un apasionado amor a Jesús y el deseo de vivir para él. Así, poco más que un niño, a la edad de 15 años entró en el seminario como su hermano mayor y, después de un tiempo, pidió ser admitido en la Congregación de la Misión. Su vida transcurrió en ella en oración y en obediencia a sus superiores, con el gran deseo de ofrecer todo por amor al Señor. Poco a poco, con su ánimo generoso y dedicado al trabajo y la oración, Gabriel se convirtió en punto de referencia para sus hermanos en el seminario y un gran ejemplo a seguir. A los 18 años comenzó sus estudios teológicos en París, donde se encontraba la Casa Madre de la Congregación. Sus superiores notaron de inmediato en su marcada inteligencia, dulzura y caridad, un gran parecido con San Vicente de Paúl, el Padre Fundador. Por esta razón, recibió la tarea de enseñar a los más pequeños en el Colegio de Somme y, después de su ordenación en 1826, se convirtió en profesor de Teología Dogmática en el seminario mayor de Saint Flour.
El sueño de Juan Gabriel, sin embargo, no era la enseñanza, sino la misión. Tenía el sueño, como él mismo dijo, de convertir almas al amor de Cristo. Sin embargo, tuvo que esperar nueve años, hasta que finalmente salió del puerto de Le Havre, con destino a China. Listo para la misión, Juan Gabriel comenzó a estudiar chino y, algún tiempo después, fue elegido vicario general.
A partir de ese momento comenzó para él una intensa vida de misión, en la que se dedicaba a predicar el Evangelio a las poblaciones locales y a anunciar que el único camino a seguir es Cristo, luz que hace que el hombre no camine en la oscuridad, sino que encuentre la verdadera Vida.
Mientras tanto, en China, estalló la persecución anticatólica: el padre Juan Gabriel se convirtió en el único punto de referencia para muchos cristianos perseguidos, a quienes infundió coraje. Nunca dejó de anunciar a las almas que le habían confiado que era necesario pedir la gracia de aferrarse a Cristo y perseverar en Él. Decía sin temor que no hay otro camino, otra verdad, otra vida, fuera de Jesucristo, y que realmente vale la pena vivir y morir, si era necesario, por Él.
El padre fue capturado el 26 de septiembre de 1839 y, llevado al primer interrogatorio, sufrió crueles torturas. Durante el tiempo que pasó encarcelado, que se prolongó ocho largos meses, el padre Juan Gabriel se repetía a sí mismo que la vida de un verdadero cristiano consiste en imitar al divino Maestro. Encontraba consuelo en saber que, antes de él, los santos en el cielo, con la gracia de Dios, habían logrado asemejarse a Cristo en todo, meta a la que él también aspiraba. Al mediodía del 11 de septiembre de 1840, la ratificación del emperador: el padre Juan Gabriel fue condenado y crucificado como Jesús. En el final sangriento de su vida, resonaban las palabras que pronunciaba con frecuencia: “Jesús lo merece todo: ¿por qué no darle todo?”.
Que el ejemplo de San Juan Gabriel Perboyre, proclamado santo por Juan Pablo II, continúe enseñando a la Iglesia de China y de todo el mundo que la salvación está en conformarse en todo y siempre a Cristo Jesús.
Oración:
Gloriosísimo Padre mío San Juan Gabriel Perboyre, dichosísimo mártir de Cristo, que en nuestros días has tenido el honor de derramar tu sangre y dar tu vida por el nombre de Jesús. Cuánto me regocijo de que el Señor te haya elegido para dar testimonio de su doctrina delante de los grandes de la tierra, para fecundar con tu sangre la naciente Iglesia en las apartadas regiones de la China, para confundir la impiedad del siglo, desmentir los errores de la incredulidad, llenar de gozo a los hijos de la Cruz, y de terror a Lucifer y sus secuaces. Tú, bienaventurado Juan Gabriel, eres como una preciosa flor, llena de fragancia y de lozanía, brotada en los jardines de la Iglesia Católica en medio de la tempestad que la agita, tú eres como una hermosa palmera, que simboliza una nueva victoria en el mismo campo donde nuestros enemigos se empeñan en proclamar su triunfo, tu eres como un recuerdo de las promesas del Señor que afirma nuestra fé y alienta nuestra esperanza. Ea pues, glorioso Mártir, se nuestro abogado ante el trono de Dios, alcánzanos la gracia de imitar tus virtudes y seguir tus ejemplos, de amar a Jesús como tu lo amaste, y a María Santísima, nuestra amable madre, ruega por todos tus hermanos y devotos y se nuestro constante intercesor en el Cielo, para que cesen las calamidades públicas y privadas que nos afligen.
Amén.